El “encañao” (Macotera)
En los aledaños de la ermita de la Virgen de la Encina, se concentraban tres rincones del miedo: el corral de los fantasmas, las lechuzas de la ermita, que chupaban el aceite de la lámpara y despertaban a los muertos de noche y el famoso Encañao. Llamábamos el corral de los fantasmas, al corral de las Carrolas, enfrente de la ermita, adonde el herrero de Ventosa montó el potro de herrar los bueyes, y que nosotros, los muchachos, consideramos el gesto como una temeridad, pues no se puede, de una manera tan osada, desafiar a los fantasmas; por este atrevimiento, llegamos a sentir por el hombre de Ventosa gran admiración y asombro.
Que yo recuerde nunca me atreví a bajar al corral de los fantasmas; Lo intenté mil veces, pero me quedaba en la mitad del vallao y el pavor me recomendaba echarme arriba de inmediato; lo que sí hice fue remirar cuarenta veces las tres ventanas de las cuadras a ver si tenía la fortuna de contemplar en vivo al hombre del vestido blanco. No lo logré jamás, aunque seguí creyendo en la existencia del espectro. Un día, mi amigo Román vino corriendo al juego de pelota gritando: “Lo han visto, lo han visto...”Volamos todos a la era de la Adelaida. Atisbamos desde la cumbre y resultó ser un pobre que se había cobijado al abrigo de la tená. ¡Pobre hombre!
El miedo a las lechuzas era más propio de quienes iban a tocar la campana de la Virgen. Antes de abrir el portón de ésta, se solía mirar con sigilo el silencio del recinto por si era alterado por el graznido estridente y lúgubre de la lechuza, cuando saltaba de una viga a otra o, quieta, emitía aquel resoplido seco y sobrecogedor. Se procuraba por miedo ir siempre acompañado a cumplir con este requisito que imponía la mayordomía.
Pero lo que, realmente, me hacía perder el culo, cuando iba a acostarme a casa de mi abuela Juana, era el tramo del Encañao. No dejaba de correr hasta que no llegaba a la casa de los Campines. Me daba miedo la sombra negra y oscura que escupían las tapias de barro salpicadas con pequeñas manchas de cal. Yo creo que aún tenía más miedo a la posible persona que podía salir, inocente, de aliviar la barriga de aquel tenebroso túnel, porque, de día, no me intimidaba atravesar el Encañao cuando mi madre me mandaba a buscar una barrila de agua al pozo de agua buena; en lo del miedo quizá también influyó aquella leyenda vieja que relataba la presencia de un lobo feroz escondido en la alameda de la Virgen de la Encina. Aquel lobo era como el hombre del saco que se llevaba a los niños malos o el coco de los infantes que se negaban a comer o a dormir. El caso es que el Encañao y el corral de los fantasmas (aún me siembran la piel de sarpullido cada vez que revivo aquellos años de niño); son las cosas que impresionaron el subconsciente y no se borran tan pronto, acaso lo hagan sólo con la muerte.
Pero el Encañao no era sólo rincón del miedo, se trataba, asimismo, del desagüe natural de las aguas de lluvia que procedentes del camino de Mancera y de las calles que afluyen a su orilla. Cuando las aguas asoman a la plaza de la Leña, se hermanan con las aguas que trae el arroyo de la Virgen y, fundidas, avanzan veloces en busca del río Margañán. Antaño se juntaban en la hermosa alameda de la Virgen, hoy, desaparecida.
Cuando paso por el Encañao, me bullen montones de recuerdos, y aún me estremezco.
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