El rincón del señor Miguel el Capalaperra (Macotera)
No sé si es rincón o cantón de la plazuela de Santa Ana, el caso es que se halla ahí inalterable y callado a la espalda de lo que un día fue una ermita, después escuelas nacionales y hoy centro cultural municipal, saludando a todos los que vienen de la plaza o de cualquier sitio por la calle Oriente. El rincón de los Capalaperras lo preside la casa del señor Miguel y lo flanquean por la izquierda las casas de la tía Pelegrina; la de Lucas Zaballos Magüele (Malhüele), que después habitó Santiago el Zahoril y hoy Roque Lauro; la de la tía Madrileña, que, posteriormente, compró el Valeriano el correo; las dos de éste y la del abuelo Juan Alonso Camaces; y por el lado derecho, en el rincón, la de la tía Pascua la Sexmera, que vendía sardinas; la casa del tío Blanco (Pedro Cusina) y otra vivienda de Miguel Capalaperra, que, cuando yo era un gazapo, se la tenía arrendada a un señor forastero que atendía unas vacas lecheras; y, finalmente, vivió en ella Rita la Capalaperra. Recuerdo que dicho ganadero tenía una hija muy guapa y muy salerosa, que todos los días salía por el pueblo con la cántara y el cuartillo a vender la leche. Un mozo macoterano se enamoró locamente de ella. La familia era y es muy amiga de mi padre, (algo familiar), y me acuerdo que un día estábamos sentados mi padre y yo a la lumbre de su casa y la madre de calixto le espetó a mi padre: “Habla con el mi hijo que ésta me lo pierde”. Yo, sinceramente, no entendí eso de que me lo pierde. Para mí perder era otra cosa. ¡Lo que es la inocencia!
El rincón del señor Miguel ha dejado muchas vivencias y añoranzas en grandes y pequeños. Las señoras mayores lo usaron como solana. Todas las tardes, se reunían en el lugar más acogedor, después de dejar la loza bien aviada a escurrir en el latón del fregadero, a charlar con las vecinas; mientras una ponía un remiendo al pantalón, otras cosían el tomate del calcetín o hacían punto o confeccionaban una bata de percal a la muchacha. Todas tenían su quehacer, aunque tampoco faltaba la mirada escudriñona de la del “brazo sobre brazo”. Cuando refrescaba o se movía el aire, ponían un varal estribado en la pared y echaban sobre él una manta del campo, y así preparaban un buen apatusco.
Las alumnas de doña Adora y doña Rosalía lo utilizaron como patio de recreo. Los muchachos les dejaron también, para este menester, un cacho de la plazuela, la que daba al frente de la casa de Francis. Aquí corrían al “dao”, jugaban a la comba y a las mecas; jugar a las mecas solían hacerlo en la zona empedrada, que servía de acera a las casas de Pedro el Cusina y sus aledañas. Cuando las chicas tenían que hacer aguas se iban al regato del señor Manuel Barriles, porque los muchachos tenían acotada la trasera del corral del tío Junquera, que un día compró el Niño para guarecer sus ganados y, actualmente, es propiedad de un hijo de Amador el Antón. Los muchachos, entre nosotros, a las aguas mayores, les decíamos jiñar (mover el vientre).
Alguna vez, pocas, paso por el rincón del señor Miguel el Capalaperra. Las casas, que dan al pequeño corralillo, la mayoría está cerrada. Sólo se airean en el mes de agosto, y la pequeña explanada la utilizan los vecinos como aparcamiento para sus flamantes vehículos.
El rincón está ahí, como reliquia del aquel poblado que fundaron los primeros pobladores de Macotera a la vera de su iglesia de Santa Ana, y que, posteriormente, perdió su categoría inicial por culpa del Duque de Alba, mecenas del templo de Nuestra Señora del Castillo, relegando a ermita la antigua iglesia de Santa Ana.
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