La caseta del Melgarejo (Macotera)

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No estaba yo muy enterado de los límites del Melgarejo. Siempre creí que el Melgarejo era el rincón que lindaba con la huerta del señor Quico el Hornero y del que se extraía el barro para los tejares; fue mi amigo Francisquín quien me sacó de dudas, a mí y a quienes estábamos en la tertulia. Ya sé, desde hoy, que el Melgarejo es la parte del prado desde el río Margañán para acá; por tanto la caseta se encuentra en el Melgarejo, igual que la del Caquis. La caseta se levantó como cobijo y resguardo del guarda del prado: era su cuchitril habitual, pues el ganado del pastizal exigía plena vigilancia: no estaba aún vallado el prado y los sembrados se hallaban a tiro de piedra del vacuno y mular. Había que estar al tanto, incluso, de noche.

La caseta se alza a la vera del camino, a unos pasos de la carretera. Es pequeña, con una estancia única, pero bien fortificada con muros de ladrillos en sus extremos; sobre el tejado la chimenea. Se diría que es bastante sólida y la puerta mira a la salida del sol. Era necesaria la caseta, pues, antes, los vaqueros vivían de prestado; el día de tormenta, de fuertes lluvias y de duros fríos, se guarecían en la caseta del Caquis o se alargaban hasta el tejar, y allí esperaban en charla amena con Benjamín y sus hijos, que llegara la claridad; se vino abajo el tejar y utilizar lo ajeno es bueno un tiempo, pero no para siempre. De ahí que el Concejo levantase la caseta. La caseta es una habitación para todo: en un rincón descansa la colchoneta con una manta arrebujá encima; en el otro extremo, dos tajos y una banqueta y, en el rincón de al lado de la puerta, la lumbre con dos piedras grandes, medio redondas, que hacen de morillo. En la única estancia, se come, se duerme, se charla, se aburre, se ríe, se pena y se vigila. El ganado pasta tranquilo y rumia sentado a la sombra de las zarzas. Vaquero es un oficio de gran paciencia y de grandes reflexiones, pues se dispone de tiempo para ello. De este menester, sobrevivió, durante muchos años, Domingo el Roble; quizá el último de los guardas del prado; guardo en la mente otros guardas, otros nombres: Cañada, Arévalo, Neguilla...

Los nuevos vientos y el cercado del prado ha acabado con la profesión en el lugar. Queda la caseta ahí, a la entrada, como recuerdo de algo que fue: la boyada macoterana, aquellas parejas de bueyes hermosas y de lomo brillante que abrieron tantos surcos, taparon tantas semillas, acarrearon y trillaron tantas hacinas y morenas. Es como un pequeño monolito a tanta actividad como le sucede a las fábricas de harinas, a los lavaderos de la lana y a esos rincones arenosos, que aún se mantienen a la orilla del río.




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Articulo extraido de la bibliografía de Eutimio Cuesta Hernández sobre Macotera. Cedido voluntariamente por el autor macoterano. Muchas gracias por colaborar en este proyecto.