La hoja roja y el seguro de la perra gorda
A la puerta de la iglesia, esperan dos cestos de mimbre llenos de tortas de pan cocido. Los custodia el panadero de turno. Ya está a punto de finalizar la misa de difuntos; poco a poco, se van arrimando unas mujeres enlutadas con pañuelo a la cabeza y arrebujadas en un medio mantón o cobijadas en una toquilla de punto gordo de estameña sobre una chambra medio raída, pero muy limpia. Son las pobres del pan de san Antonio; entre ellas, solía aparecer algún hombre viejo, encorvado por las fatigas, con boina renegrida y mugrienta por sudores y trabajos, apoyado en una cayada condescendiente. Antaño, se les llamaba los pobres de solemnidad. El recién fallecido o el del cabo de año era una persona pudiente, que había ordenado, en su testamento, entregar, como responso, una torta de dos libras reciente a los pobres; en otras ocasiones, la mandante era la hucha de los pobres del pan de san Antonio, que se hallaba colocada a un costado de la iglesia; en este caso, la torta solía pesar una libra; o, en otras, el hospital de la plaza, que gastaba seis fanegas de trigo, para dar una limosna a los pobres por Navidad, por Pascua de Resurrección y por Pentecostés. Se trata, pues, de una costumbre vieja. Leí en 1702, que un tal Francisco Delgado fundó una obra pía y, entre las mil recomendaciones que hacía en favor de su alma, legaba: "...los sobrantes, que haiga de la dicha renta, se han de inbertir en pan cocido, que se ha de repartir en los tres días de Pasqua a los pobres de solegnidad, cuia repartizión ha de hazer por el lugar, de casa en casa, el cura más antiguo, que es el administrador, dando dicha limosna a cada pobre según la maior nezesidad que tenga, sin que le mueba la mucha pasión ni odio en dicha repartizión, como todo consta de su fundazión y mente del fundador".
El estanco estaba en la plaza del pueblo, enfrente mismo de la iglesia. El tío Cavila usaba una blusa de color gris, que se sujetaba al cuello con un botón charro. Como no se quiso apuntar al seguro de la perra gorda en aquella reunión de junio de 1924, en la que intervinieron Villalobos, Rodríguez y Santa Cecilia, se vio condenado a vender librillos de abadié y del rey de espadas, hasta que no podía con las alpergatas; pero el tío Cavila, dentro de su persistencia en no reconocer su vejez, en los ratos, en que el mostrador estaba sin gente, acostaba su cabeza sobre el puño de la mano derecha, y cavilaba: "¿Por qué todos los librillos, sobre todo, los del rey de espadas, que eran los más grandes, tienen una hoja roja, una miaja antes de las tres últimas? Y es que el tío Cavila no pensaba morirse; ¿qué iba a ser del estanco, del cuarterón, de los librillos, de los cuadernos con rayas para los niños de la escuela y de aquellos lapiceros anchos de carpintero, sin él? Seguro que estos artefactos no tendrían futuro.Y estaba tan convencido de su tozudez de inmortalidad, que se resistió hasta el final ,en su lucha contra el destino; por eso, fue tan cabezota ante la propuesta, que vinieron a ofrecerle los progresistas, Villalobos, Rodríguez y Santa Cecilia del seguro de la perra gorda...
El tío Cavila se reía de su hoja roja, y, por lo visto, del seguro; la hoja roja no iba con él; cuando el tío Cavila cayó en cama, exhausto de tanto trabajar y con un solo retal de vida en sus entrañas, cayó en la cuenta del significado de la hoja roja de su vida y de las ventajas del seguro de la perra gorda, pero ya era demasiado tarde. A todos nos llega el momento de tropezar con esa página pequeña y de color de trigo candeal en nuestra vida. Nuestro librillo con la hoja roja se publicó, desde que el mundo es mundo, en cuantiosas ediciones. Antaño, aparecía la hoja roja a los treinta, la vida del hombre se alargaba poco por la dureza del trabajo, por la escasez de alimentos, por la falta de higiene y de remedios, (aún no existía la botica de la abuela); en las siguientes ediciones, se dejó ver a los cuarenta, a los cuarenta y cinco, a los cincuenta... Y, con el descubrimiento de la Penicilina y las primeras duchas, se alargó hasta los sesenta y cinco y, hoy, llega a verse la hoja roja en los umbrales de los ochenta. o más allá. ¡Hasta dónde ha avanzado la ciencia, hasta convertir al hombre en casi un longevo! Lo de Matusalén, abuelo de Noé, el del Diluvio, su hoja roja apareció a los 969 años, pero aquello fue una excepción, una gracia de Dios por meterse en muchos líos. A pesar de tanto esplendor, es importante que miremos para atrás y nos paremos, de cuando en cuando, a contemplar nuestras huellas, esas pisás que hemos dejado casi sin sentir, mientras atrochamos barbechos, riberas frescas y feraces, senderos y calzadas, talleres y fraguas... Es necesario, pues, tomar un respiro en el paseo diario, porque todo se nos hace más cuesta arriba, y es necesario, por lo tanto, tomar el impulso de la obra bien hecha, para poder disfrutar con satisfacción, e incluso con cierto orgullo, del sabor de las hojas blancas que aún quedan detrás de la hoja roja de nuestra vida; a este bienestar, ha contribuido, sobremanera, la presencia de aquellos tres adalides de lo social, que se inventaron el seguro de la perra gorda. Sin su propuesta,quizás estas líneas hubiesen tenido otro tono menos jocoso y alegre, pues las circunstancias han desdibujado, de forma tajante, la angustia, la estrechez y la vergüenza de la mendicidad de los pobres del pan de san Antonio y del rebojo; hoy, gracias, a los quijotes, Villalobos, Rodríguez y Santa Cecilia, la vejez es más llevadera, duradera y confortable.
- Artículo publicado en el número 106 del Boletín de la Asociación Cultural "Amigos de Macotera"
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