La máquina (Macotera)
Hoy me toca escribir de la Máquina. El dibujante dice en la introducción que él es un “mandao”, que alguien le obliga a dibujar sin más, y punto, y no es cierto; él te entrega el dibujo y a ti no te queda más remedio que ponerle letra. Sucede como en la partitura musical. Estos forasteros, que juegan a ser forasteros cuando se les incordia, están más interesados en conocer cosas que los propios del lugar que se lo saben todo de memoria, de su memoria. Al dibujante, le pasa igual que a los niños, se mueren de curiosidad, y es que Macotera, como todos los pueblos (no quiero que se me acuse de chauvinista) tiene su porqué en las cosas que despiertan el interés, como en todo en lo que el hombre aplica su ingenio y maña. Le digo al dibujante que no sé por qué el rincón que trae a colación en su lámina se llama máquina. Una deducción personal, con fundamento, es la facilidad que tiene la gente de usar la metonimia para designar las cosas. Lo que hay dentro es una máquina y le es suficiente a todo el mundo para llamar a todo el recinto máquina. Aquí tienen los bachilleres y los de la ESO un ejemplo de la figura literaria y no tienen por qué darle vueltas a la cabeza.
Me han contado que ya funcionaba como molino antes de que Domínguez se hiciera con ello. Aquí se molían cientos de fanegas de algarrobas y de cebada para los animales. Aún se ve algún costal con el nombre de “máquina”, prendido de su solapa. La cosa es que, a principios de siglo del siglo XX, cuando la fiebre socio empresarial del motor, se creó otra nueva sociedad, dirigida por Manuel Bueno, el abuelo de Jerónimo Bueno Falogo. Hacia 1920, se deshizo la sociedad y se quedó con la máquina Domínguez y siguió empeñada en la misma tarea; sucede que la maquinaria deja de ser accionada por una dinamo y se encarga a la energía eléctrica que actúa de sucedánea.
El otro día, me paré un rato en la antigua máquina, y su soledad y silencio me retrotrajeron a aquellos años en que el bullicio de la plaza de la Leña era el escenario principal de todas las correrías del pueblo. Mientras los niños y los jóvenes gastábamos las alpargatas (nosotros decíamos alpergatas) en el frontón y aledaños jugando a todo lo que se terciara,.la máquina ejercía de casino de los pobres durante las tardes domingueras de primavera y casi todos los días, en que la brisca y la lotería mataron tantos ratos de ocio largo por falta de trabajo y actividad. De aquellas tardes nos llegan ecos de figuras eternas como la del tío Barroso, de aquel hombre, que siempre quería dar las cartas en su manía de quedar de postre; o la personalidad espigada del tío BIas el Macuca, que se encaramaba en el cargadero (muelle) de la máquina a sacar el premio deseado de la rifa, que ayudaba a costear la jarra de vino o el paquete de picao, que colmaba tantas ansias y necesidades. El corro de seis o los corros estaban siempre escoltados por un gran número de mirones ociosos y que, en más de una ocasión, por meticones, liaban la trifulca. Aquellas cartas habían olvidado la edad de puro viejas, sucias y gastadas. Aquellas cartas tenían forma de teja de estar tantas veces cobijadas en el disimulo de la mano, y eran tan ásperas al tacto que había que mojar bien el dedo gordo para que salieran de su escondite. Aquellas cartas sabían y olían a mantel de tierra La tierra era su tapete.
Nadie atendíamos a las regañinas y amenazas que nos propinaba Gregorio el Molinero, cuando le estorbábamos a la hora de cargar el carro de pienso, arreculado en el muelle. Todo quedaba, de momento, en saltar el regato y esperar en el matadero a que se metiera dentro. Era amigo de mi padre y yo le guardaba un gran afecto, pero le respetaba mucho. Al cabo de un rato, volvíamos al lugar con el peón enreatao y las perras o los platines embadurnaos de polvo en el bolsillo, y seguíamos la partida con la mirada puesta en la puerta del recinto.
En la máquina, aprendí a jugar al palmo en el pilar de ladrillos de la trasera del señor Damián el Ralín y a jugar a los cuadrines. Casi siempre, me limpiaban las cuatro perras chicas que había sisado a mi madre: no podía presumir de ave. Luego, en el invierno, solía echar mano de la pobre experiencia de la máquina para recuperar el dinero perdido en el rincón del señor Gabriel el Carrolo. ¡Cuántos fríos apatuscó este rincón! Y que no podrá dibujar el dibujante por mucho que se lo explique, porque él no tiene guarda un tramo de vida en él.
Aquel rincón de la máquina, lleno de ensueño y recuerdos, hoy vive solitario, cargado de yerbajos y silencio. Cuando pasó por allí, aún escucho el griterío, y es que no ha muerto en mí aquel muchacho travieso y juguetón, que esperaba la salida de la escuela o del recreo para ir a la máquina a alimentar ese vicio sano de niño que crece sin querer.
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